29/9/17

EL DÚO DINÁMICO (Carlos García Alcántara) de TIEMPO DE COSECHA. UN HUERTO DE HISTORIAS (Amazon, 2017)







EL DÚO DINÁMICO

FRANCIA.  AÑO 1596.

  ON Siglo XXI Audioliteratura Actual en LAB /2- TIEMPO DE COSECHA
(Carlos García Alcántara)
Hacía tiempo que el último rayo de sol había atravesado el único ventanal de la posada Le chat d’or, una de las más respetables fondas de la ciudad de Orleans. En la esquina más alejada de la barra, sumidos casi en una total oscuridad, dos hombres se miraban desde lados opuestos de la misma mesa.

Ambos llevaban puestos sus sombreros de ala ancha, los cuales proyectaban sus sombras sobre los rostros de los caballeros, dejando ver tan solo sus mostachos y el brillo de sus ojos, que resplandecían a la luz de una pequeña vela entre curiosos y precavidos.

Las jarras de cerveza permanecían en el mismo sitio donde el posadero las dejara hacía una media hora. Ninguno de los dos había dado ni un pequeño sorbo. No habían ordenado comida, ni lo harían durante el rato que durara su reunión. En un momento dado y sin mediar palabra, como si se hubieran leído la mente, cada uno de ellos saco un pequeño trozo de papel y una pluma con su respectiva botellita de tinta. Al momento, comenzaron a escribir en su hoja, y así permanecieron durante al menos cinco minutos, enfrascados en una escritura rápida y furiosa, como si plasmaran todo aquello que se les venía a la cabeza. Una vez terminaron, el caballero más joven deslizó por encima de la mesa su trozo de papel. El otro hombre, tras agarrar la hoja que le había sido entregada, hizo lo propio con la suya y se la extendió a su acompañante, todo ello con su mano derecha.

—Le ruego me disculpe por mi escritura, vuesa merced—dijo el más joven, con un marcado acento—. Escribirlo es mil veces peor que hablarlo.

—No me seáis echacuervos, Will. Me he ido acostumbrando a sus garabatos —le contesto el otro—. Además, estaríamos listos como tuviéramos que hacer esto en su idioma. Y se lo repito una última vez; ni soy vuesa ni soy merced.

El caballero escuchó aquello y se relajó de inmediato.

—Creo, Don Miguel, que esta vez se lo he puesto difícil —prosiguió—. Espero que, como con la anterior, le visiten los hados y se le ocurra algo maravilloso para continuar esas líneas.

—Tampoco yo me he quedado atrás, my friend—contestó en un horrible inglés mientras se recostaba sobre la incómoda silla—. Con las dos anteriores fui demasiado bueno.
Tosió ostentosamente, aclarándose la garganta y, por primera vez, dio un sorbo a su bebida.

—Como es habitual quisiera, si no le incomoda, dejar las reglas claras de nuevo —continuó está vez con la garganta más fresca—. Primera; sólo se podrá usar como comienzo de la obra la frase adjudicada hoy, aquí y ahora.

—Acepto, como siempre.

—Segunda; la extensión, temática y género de la obra es cosa de cada cual.

—Correcto.

—Tercera; Los personajes serán singulares —prosiguió—. No deben usarse personajes descritos con anterioridad en ninguna de nuestras obras. Ni suya ni mía, William. Ya sabéis que soy muy celoso de mi propiedad.

—No tiene por qué ponerlo en duda, Don Miguel.

—Y cuarta y última, la más importante —se aclaró la garganta y se ahuecó la gola del cuello—. Jamás, por la memoria de su hijo varón que en paz descanse, se mencionarán estos encuentros.

—Y se quemarán las cartas. Y se negará todo llegado el caso —resopló el joven—. Por la Reina, es lo mismo de siempre. Acepto, acepto y acepto.

—Sea así —concluyó por último el otro caballero.

Ambos caballeros levantaron las jarras y, sin mucho jolgorio, las entrechocaron y bebieron.

—Antes de despedirnos y como siempre—dijo el joven—, me gustaría leer en alto las frases, si a vos no os importa, Don Miguel.

El hombre asintió con la cabeza y movió su mano buena como para indicar que continuara.

—Bien, allá va. Su frase, quiero decir mi frase—se apresuró a decir, enfatizando la posesión— es la siguiente; “En la hermosa Verona, dos familias de igual nobleza, arrastradas por antiguos odios, se entregan a nuevas turbulencias, en que la sangre patricia mancha las patricias manos”

El caballero más joven resopló y, pensativo, se llevó las manos al mentón.

—¿Turbulencias y sangre?—preguntó como apurado—. Le veo belicoso, Don Miguel.

—Ya me conocéis, Will. Échele algo de chispa ya verá como algo se le ocurre—respondió—. Mi turno y mi frase, con su permiso.

Cogió aire.

—Pone aquí; “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.

El hombre terminó de leer.

—¡Santa Teresa Will, y decís que se os da mal la lengua castellana! —exclamó— Al menos dígame qué lugar de la Mancha es ese.

—Lo siento, Don Miguel. Como ahí pone, preferiría no tener que acordarme.

Ambos, sin hacer demasiado ruido, rompieron en una gran carcajada. Acto seguido se levantaron, se estrecharon las manos y, antes de citarse para la próxima vez, se desearon la mejor de las suertes para las obras que estaban por venir.

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